Aunque muchas veces no nos percatemos, la autoridad —implícita o explícita— de alguien sobre algo puede condicionar sumamente nuestras decisiones.
Hasta ahora, en artículos/capítulos/podcasts anteriores, hemos hablado sobre los principios de influencia de compromiso-coherencia y la táctica del pie en la puerta (la táctica de la bola baja y táctica de incluso un penique es suficiente); sobre el principio de reciprocidad y sus tácticas de esto no es todo y del portazo en la cara; hemos visto el principio de validación social (táctica de lo que hace la mayoría y lista de personas semejantes); también el principio de escasez y sus tácticas de escasez, y el principio y las tácticas de simpatía. Finalmente, hoy nos adentramos en el último de los principios de influencia que abordamos en esta serie, el principio de autoridad y sus tácticas de los títulos, la ropa, las cosas grandes y los artículos de lujo. Como habitualmente, veremos unos ejemplos sobre cómo usar este principio o cómo detectar cuándo lo usan con nosotros, así como algunos experimentos y referencias científicas que contrastan este conocimiento.
Supongo que todos recordaremos cuando de pequeños visitábamos al médico con nuestros padres. Algunas veces, nos llevaban a «médicos de paga» porque se preocupaban mucho por nosotros; quizá no se fiaban demasiado de lo que les contaba el médico del servicio público, o quizá, no le daban una cita en el servicio público lo suficientemente pronto, y como los padres siempre quieren lo mejor para nosotros, terminaban pagando a un caro y prestigioso médico para que diagnosticase nuestra enfermedad.
Las salas de espera de aquellos médicos eran un horror. Uno de los pasatiempos habituales, eran las pilas de revistas del corazón con fechas pasadas de meses o años; el otro, entretenerse en mirar los cuadros con los diplomas, cursos, congresos y todo tipo de reconocimientos que el médico en cuestión había recibido y que habitualmente tenían colgados en alguna de las paredes de las tristes salas de espera. Uno podía ponerse en pie, o leer desde la silla, las decenas de cursos, congresos, seminarios y otros inventos de aprendizaje académico y profesional que el médico al que íbamos a visitar había realizado. Luego, cuando entrabas a la consulta, había más títulos y diplomas colgados por ahí, además de la orla u orlas donde aparecían las cabezas de los profesores y compañeros de promoción del médico que nos iba a atender. Si mi padre conocía al médico y se ponían a hablar de sus cosas, tenía tiempo suficiente para entretenerme buscando entre todas las cabezas de la orla, aquella que más se parecía a la del médico, eso era divertido.
Cuando veía tanto diploma, recuerdo que a mi mente de una decena de años acudían un par de pensamientos. El primero de todos era: «madre mía, cuándo llegaré yo a tener tantos diplomas colgados en la pared… jolines lo que tengo que estudiar todavía…»; el segundo era algo así como: «madre mía, qué hombre más listo. Fíjate todos los diplomas que tiene, mi papá le va a tener que pagar mucho dinero porque este hombre es como uno de esos premios Nobel que nos dijeron en la escuela el otro día». Y de esta forma, el principio de autoridad hacía su efecto en mi pipiolo juicio, ya que el médico en cuestión, usaba hábilmente la «táctica de los títulos» para influir en la formación de actitud o juicio de sus clientes —por cierto, como información personal, comparto con vosotros que en ninguna de las carreras que he estudiado me hice nunca foto para la orla. No tengo ninguna orla; creo ya había visto demasiadas orlas de médicos en mi niñez como para querer la mía propia 🙂 .
Parece un hecho contrastado, que el respeto a la autoridad es un valor inculcado desde niños en todas las culturas, no solo en humanos, sino también en otros animales. Respetar al chamán de la tribu, al más anciano, al macho más… [pulsa página 2 para continuar] fuerte de la manada, o a cualquier otra autoridad, probablemente nos haya aportado una ventaja evolutiva que haya provocado que este comportamiento se mantenga a lo largo de la evolución. Posiblemente, aquellos individuos que no respetaban a la autoridad, eran desterrados o castigados de alguna manera, sin posibilidad de reproducirse, por lo que aquellos individuos más obedientes a la autoridad tenían más posibilidad de transmitir sus genes, siendo este comportamiento por lo tanto dominante en el reino animal —hasta ahora.
Como ya hemos comentado en otras ocasiones, no solo nuestro sistema fisiológico, sino también nuestra mente, funciona la mayoría del tiempo en «piloto automático» —el Nobel Daniel Kanheman nombra a este modo de funcionamiento como «sistema 1», frente a otro modo más lento y racional, que denomina «sistema 2»—. Cuando funcionamos en piloto automático, no llegamos a invertir ni tiempo ni esfuerzo cognitivo en procesar de forma demasiado racional la información que recibimos, así que nos fijamos en «pistas» del entorno a partir de las cuales vamos tomando decisiones (nos embarcamos en el proceso de inferencia); emitimos conclusiones rápidas a partir de indicios del ambiente que en otras ocasiones han podido resultar ciertos o útiles. Este proceso es eficiente, ya que sería imposible procesar de forma consciente y elaborada toda la información que recibimos, pero nos puede conducir a errores.
Y este es uno de los mecanismos que subyacen en el funcionamiento de los principios de influencia en general, y del principio de autoridad en particular: si vemos en alguien «pistas» de autoridad, inferiremos que de hecho, es una persona con autoridad —sin pararnos a pensar demasiado si eso es realmente cierto o no.
La ciencia ha aportado evidencia sobre este curioso fenómeno de influencia, encontrando en experimentos, por ejemplo, que los fisioterapeutas convencen más fácilmente de sus consejos si en la pared están expuestos sus títulos académicos o de cursos a los que han asistido; o que si un extraño es parado por la calle y una persona le pide unas monedas para el parquímetro, el extraño estará más dispuesto a darle esas monedas si la persona viste traje que si viste de manera informal.
Robert Cialdini referencia un curioso experimento en el vídeo de su canal de Youtube donde habla de este principio (1). En una agencia inmobiliaria, probaron a cambiar el mensaje que la persona que atendía el teléfono decía a las personas que llamaban. A los que llamaban interesándose por un alquiler, antes de pasar la llamada con el agente en cuestión, la telefonista decía algo así como: «¿Alquiler?, permítame pasarle con Sandra, que tiene más de 15 años de experiencia manejando propiedades en esa zona»; si el interés era por comprar una vivienda, la telefonista decía: «Le voy a pasar con Peter, es nuestro gerente de ventas y tiene más de 20 años vendiendo propiedades en esta zona. Le paso con él». El grupo de personas que recibía estos mensajes, donde se hacía énfasis en la experiencia —autoridad— del agente introduciéndolos como expertos, presentó respecto al grupo de control un incremento de un 20% en el número de citas cerradas y un 15% de incremento en el número de contratos firmados.
Que alguien se presente como experto, puede activar de forma automática el principio de autoridad, y muy probablemente nuestro sistema automático depositará en sus consejos y valoraciones una fe ciega respecto a otra persona no aparentemente experta.
Es famoso el experimento llevado a cabo por Stanley Milgram en los años 60, en los laboratorios de la Universidad de Yale. Para llevar a cabo el experimento, fueron reclutadas personas «totalmente normales» a través de anuncios de prensa. Cuando las personas llegaban a un laboratorio, había un experimentador vestido con bata blanca y con aspecto académico, que les daba las instrucciones. A los participantes se les indicaba que al otro lado, había una persona —que ellos no veían—, conectada a una máquina que daba descargas eléctricas que podían producir graves síntomas de dolor y consecuencias muy nocivas. Los participantes eran los encargados de dar las descargas pulsando las palancas de una máquina, siguiendo las instrucciones del experimentador, que les indicaba cuándo y cuánto debían aumentar las descargas. Para vuestra tranquilidad, la persona que había al otro lado, de hecho no recibía descargas realmente, sino que era un actor que simulaba mediante gritos, un nivel apropiado de dolor en función de la descarga que hipotéticamente estaba seleccionando el participante en el estudio.
La mayoría de las personas obedecían de forma incontestable al experimentador, a pesar de estar escuchando los gritos y expresiones de dolor en muchos casos del sujeto al que supuestamente le estaban aplicando las descargas. Los participantes no eran unos delincuentes ni tenían trastornos de personalidad, sino que estaban actuando bajo la presión social «que ejerce el sentirse obligados a obedecer a una autoridad, en este caso un eminente profesor experto en su campo, desentendiéndose de la responsabilidad de sus actos y considerándose un mero instrumento al servicio de la autoridad.» (2)
Ponernos delante de una autoridad, parece tener un efecto perturbador sobre nuestro juicio, ya que nos dejamos llevar fácil y ciegamente por lo que esa autoridad nos indique. Este funcionamiento no tiene porque ser un inconveniente, ya que como hemos comentado antes, parece ser una característica premiada por la evolución; el problema puede surgir cuando inferimos autoridad de forma errónea a partir de indicios del ambiente, ya que personas con falsa autoridad, pueden aprovecharse de nosotros.
Tácticas de autoridad
Visto entonces cómo nos dejamos llevar automáticamente por personas que aparentan autoridad, nos podemos preguntar cuáles son los indicios que nos hacen pensar que alguien tiene autoridad y por lo tanto, podrían ser usados como tácticas de autoridad.
- Títulos: Los diplomas o títulos suelen asociarse a personas expertas. Que una persona exhiba títulos, provocará que el observador infiera que es un experto en la materia, y aumentará la predisposición a que sean seguidas las instrucciones del que los exhibe, al ser considerado un experto.
- Ropa: La forma de vestir también está relacionada con la autoridad. Por una parte están los uniformes, algo que parece natural que despierte en el blanco de influencia inferencias de autoridad. Los agentes de seguridad o fuerzas del orden visten uniformados provocando en los demás un respeto hacia ellos. Pero no solo los uniformes sirven como señal de autoridad. Por ejemplo, las batas blancas que visten médicos en los hospitales, o la bata blanca que vestía el investigador en el experimento de Milgram, despiertan en nosotros la asociación automática con la autoridad. El traje de dos o tres piezas que visten empleados de banca, comerciales, abogados, y resto de personas que viven de convencer a los demás, también juega este papel de activador del interruptor de autoridad. Así, una persona con bata blanca anunciando un dentífrico o hablando de salud, sea un médico real o un actor, activará automáticamente… [pulsa página 3 para continuar] pensamientos de autoridad en la mente del espectador, que considerará más probablemente sus recomendaciones como válidas.
- Las cosas grandes: Hay evidencia científica sobre el hecho de que las personas de éxito son apreciadas como más altas que las demás —incluso los políticos son apreciados como más altos después de haber ganado las elecciones—; además, esta relación también es contraria, es decir, el tamaño de las cosas se asocia al estatus y a la autoridad. Un coche grande, una casa grande, un teléfono grande es asociado a un estatus social mayor, por lo que las personas que posean estas cosas grandes, serán vistas como con más autoridad que las demás. Esto no solo pasa entre los humanos, sino que otros animales también usan este heurístico: la cornamenta de los ciervos, las plumas de los pavos reales o las técnicas de erizar el pelo de algunos mamíferos (para parecer más grandes), son usadas como símbolos de autoridad entre los de su especie.
- Artículos de lujo: Los coches caros, la ropa cara, los complementos caros, comer en restaurantes lujosos o usar, en definitiva, utensilios caros, son señales de estatus social y por lo tanto, impresionan a los demás y despiertan en ellos percepciones de autoridad, por lo que los blancos de influencia estarán más dispuestos a seguir sus criterios. Este aspecto está relacionado con los estereotipos, ya que por los estereotipos, las personas que muestran alto estatus suelen considerarse competentes, y la competencia es una dimensión de la autoridad.
Como comentamos en los anteriores artículos/capítulos/podcast, todos estos fenómenos de influencia no son ni buenos ni malos, sino que son naturales, mantenidos durante siglos de evolución por aportarnos alguna ventaja como especie. El problema viene cuando considerar estos indicios de autoridad nos conduce a errores o cuando ciertos individuos, conocedores de estos atajos que usa nuestra mente, los aprovechan en su propio beneficio. En el ámbito de las ventas, veremos comerciales trajeados, conduciendo coches caros y con un inmenso y/o caro reloj en la muñeca que se les dobla del peso, porque aunque quizá no hayan leído nunca un artículo científico, saben por su trasiego diario que estos principios funcionan.
Hace unos meses saltó a los diarios la detención del hispanovenezolano Francisco Javier González Álvarez, por la presunta estafa de unos 6 millones de dólares a una empresa venezolana. Este señor habitualmente se alojaba en el «Hotel Wellington de Madrid al que llegaba en un Rolls Royce modelo Phantom, paseaba a sus clientes en helicóptero y hablaba de negocios petroleros con China, Nigeria y Venezuela». Se dejaba fotografiar con personas de la realeza y ostentaba artículos de lujo por doquier. Decía ser el presidente de un importante holding petrolero, que resultó ser falso. Un estafador profesional, que aprovechaba el funcionamiento en piloto automático de sus interlocutores, para poner en práctica algunas de las tácticas de influencia que hemos contado en estos artículos y obtener unos cuantos millones de dólares como beneficio.
Como profesionales de la toma de decisiones en nuestras organizaciones, o como simples individuos que tomamos decisiones en nuestra vida personal, está bien conocer estos principios de funcionamiento. Conocerlos nos permitirá detectar aquellas ocasiones en las que nos estamos dejando llevar por indicios del contexto que quizá no sean del todo ciertos, evitando así la toma de decisiones poco acertadas que podrían conducirnos a situaciones de infelicidad en nuestra vida.
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Nos leemos/vemos/escuchamos en el próximo capítulo. Mientras tanto, no dejes que la irracionalidad posea tu alma
Atentamente,
Angel.
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[La versión de este documento es del 22 de Junio de 2017, 11:53h]
(1) https://www.youtube.com/watch?v=3pQ3ybhF1Wo
(2) Mercedes López Sáez en capítulo «Influencia, persuasión y cambio de actitudes», en «Introducción a la psicología social», 2ª Edición, Elena Gaviria Stewart, Mercedes López Sáez e Isabel Cuadrado Guirado, Editorial Sanz y Torres, Madrid, 2013, pág. 264-265
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